La niña más fea del mundo

Diana Isabel Caicedo

Como yo era una niña muy fea pensaba que nadie iba a querer casarse conmigo, que iba estar siempre sola, entonces dije: voy hacer muchas cosas mientras sea chiquita para no aburrirme cuando esté viejita. Yo hago música desde los siete años, todo empezó porque mi abuelo, que era locutor, me regaló una grabadora.

Daniella Torres tiene veintisiete años y vive en el apartamento 202 de la torre A, en un edificio al sur de Cali. Su música, lejos de pretender un éxito de fórmulas vacías, está hecha con una pulcritud exquisita y al escucharla uno podría sumergirse en un paraje onírico, o bien, dar pasos diminutos por los senderos de la infancia.
 
Mi papá fue el que me enseñó a tocar guitarra, pero yo me fui por el pianito. Cuando me regalaron el piano tres octavas me aprendí las notas y les daba clases a mis amigas a cien pesos, les enseñaba el Himno a la Alegría, el Cumpleaños Feliz, todas esas. A mi primo y a mí nos gustaba hacer música, en cambio mi hermano hacía un pedacito de algo y se iba a jugar, era muy disperso, con ellos tenía una banda que me gusta mucho, aquí está la portada.     Una hojita doblada en forma cuadrada que simula la portada de un CD donde se lee: “Boys of the punk”, con marcadores azul y rojo. Había otra banda que se llamaba “Súper Sadismo”, que al final de las canciones los personajes siempre morían.
Daniella me pasa portadas de álbumes, cada uno tiene un estilo propio: “Lizi Flower”, “Boogie Beat”, “Dayone”, “New 3000” y otros que incluyen súper éxitos como: La luna y el sol, Luna lunera, Nichería lo más bueno, Saluda a la lora, y otros temas que van desde el punk hasta el reggae.
 
No hacía tareas, me mantenía haciendo música y escribiendo, perdía muchas materias en el colegio y cuando iba a recuperarlas, le decía a mi mamá que yo iba ayudar a una niña que estaba recuperando porque “como yo era la mejor del salón”.
Un día soñé que llegaban un montón de demonios asquerosos que venían a matar a todas las niñas que se llamaran Dahiana, y yo me llamaba Dahiana en el sueño, pero era como si yo estuviera viendo la película, a mí no me venían a matar. Mirá le puse la numeración, es la novelita que nunca terminé.
Me pasa un montón de hojitas, se lee en diagonal “La última de las Dahianas”, hay unos colmillos dibujados con marcador al lado derecho. “A mis antepasados”, dice la dedicatoria, escrita a mano.
 
Me inventaba juegos de mesa con mis propias reglas, hice mi propio monopolio, pero el que más llamó la atención fue el Play Station. Como a los nueve años, ni mi primo ni yo teníamos Play, entonces nos inventamos uno con cajas de cartón. El mío lo hice rosado, mi primo hizo el suyo y mi hermano hizo medio Play y se fue. Todos los niños de la unidad se vinieron a jugar con nosotros, llegaban, se sentaban con los controles de cartón en las manos, nosotros les poníamos una hoja de papel al frente y decíamos «Menú» y ellos decían «A, abajo, rayita tin tin tin»; nosotros movíamos las hojas «Primera Pantalla: escoja los participantes». Era un juego de pelea, tenía un tablero con unos bombillitos de colores alrededor, los personajes los pegábamos con palillos y tenían fondos: de primavera, de hielo. Cada niño manejaba algo distinto y yo me sentaba en el piano para hacer la música.
Yo era feliz con mis juegos, además siempre era la líder en todo. Pero me dio una enfermedad que no me dejaba respirar por la nariz y si comía me ahogaba. Mi mamá me obligaba a comer, yo trataba pero no podía, esa enfermedad me deformó la cara, me volvió muy fea…pero vení, te voy hacer un sándwich, tranquila, no me voy a demorar porque no hay tomate. Quedate ahí, ya te lo traigo.
Daniella se va. Al quedarme sola en esa sala silenciosa, trato de entrar a la cocina, cuando ella escucha que me acerco dice otra vez: quedate ahí. Presiento que Daniella está creando una nueva especie de sándwich.
Regreso a la sala, tres asientos enanos y gordos con tela de flores; por la rendija de la ventana entra un vientecito de tarde y los árboles se mueven perezosamente, no hace mucho fue hora de almuerzo. Sobre el piano reposa un libro de mandalas japoneses para colorear, la geisha de la portada me sonríe desde ahí.
 
Al regresar con un sándwich normal, Daniella trae también una carpeta rosada de la que saca un cuaderno argollado de cincuenta hojas.
 
Este es mi libro de sueños, los sueños hay que escribirlos apenas uno se levanta, así sean las tres de la mañana, a veces salen unas imágenes re lindas…te sigo contando, mi enfermedad era adenoides: no podía respirar por la nariz, lo hacía por la boca, entonces la cara se me fue hacia adelante, me puse muy pálida y con ojeras, mejor dicho: horrible. Mis amigas eran súper lindas y yo era la niña más fea del mundo. A los seis años me operaron, pero la enfermedad ya me había afectado: los dientes nuevos me salieron en desorden y montados, estas dos paletas de adelante eran una sola. Me pusieron brackets y mis amigas me decían Betty la fea porque tenía gafas y capul. Yo seguí haciendo mis cosas porque, como a mí nadie me iba a querer por fea, no podía morirme de aburrimiento cuando creciera.
En esa época fui a unas vacaciones recreativas con mi hermano y me enamoré de un mono ojiverde que se llamaba Nicolás. Yo no les gustaba a los niños porque no era linda, pero a ellos les gustaba estar conmigo para jugar y hablar. Yo estaba siempre con Nicolás, pero a él le gustaba Ana María y me hablaba mucho de ella. Después empezamos a preguntarnos cosas y yo me le declaré, le dije que me gustaba, él no me creyó o no quiso y se echó a reír. Nicolás les contó a sus amigos y no se me volvió a acercar. Además habíamos jugado al “amigo secreto” y él me había sacado. El día de la entrega de regalos  dijo “saqué a Daniela” y me tiró el regalo; después me dieron un premio por ser “la más tierna de las vacaciones” y él se me burló, decía “ja, disque la más tierna ja ja ja”. Después de Nicolás nunca más le declaré mi amor a un niño.
En el colegio andaba con los chicos, era como un niño más. Mi mamá me invitaba  a centros comerciales para comprarme ropa bonita, pero yo me ponía camisas  anchas, era alta y jorobada, tenía unas piernotas largas; aquí en la unidad jugábamos carreras, escondite, un montón de cosas. Cuando cumplí once años, todas mis amigas empezaron a ir a minitecas, a salir con chicos y se empezaron a alejar de mí. Ahí fue cuando me encerré en mi burbuja de fantasía a crear historias y a hacer música para no sentirme sola.
Daniella tiene los ojos achinados pero grandes, el cabello negro y usa gafas redondas. Cuando habla, son sus dedos quienes más gesticulan, se doblan por cada coyuntura. Daniella es como una niña oriental en medio del trópico,  verla genera un resplandor, pero no de esos que encandilan, sino que la dejan vestida de un aroma indescifrable.
 
 
Cuando cumplí catorce la vida me cambió porque me puse súper bonita, mi mamá me obligó a practicar unos ejercicios que yo odiaba, pero entonces ya tenía el cuerpo bien, la cara empezó a ponérseme muy linda, el pelo bonito, tenía curvas y ahora era muy chimba con los hombres, porque como ya me había sentido  rechazada…ellos me caían y a mí me parecían idiotas. Mientras todos bailaban yo leía, escribía. Me sentía muy avanzada para los de mi edad, todos me parecían imbéciles.
Yo desde pequeña quise ser escritora, ahora estoy puliendo mi novela “El jardín de los grifos” y no he dejado de componer. Componer es una necesidad como bañarme o comer, cosas que tengo que hacer porque si no me puedo enloquecer. Soy bastante ansiosa, ahorita  estoy aprendiendo a meditar o al menos a respirar con una aplicación. Hay algo de lo que no te he hablado, de los ataques de pánico.
Daniella Torres o Dani Manderine, su nombre artístico, ha musicalizado cortometrajes realizados en Cali, Medellín, Popayán, Ecuador, Los Ángeles, Nueva York, España, Canadá, Argentina y Japón. En sus composiciones usa siempre el piano, y a menudo las acompaña con bandoneón, marimba, koto, shamisen, cajita musical y otros instrumentos.
 
 
Cuando empecé a escribir “El jardín de los grifos” me acostaba a las dos de la mañana. Después de una hora empezaba a dormirme, me entraba una imagen muy tranquila. De repente la imagen se volvía un remolino negro y yo empezaba a caer, sentía un vértigo que no se iba, sabía que soñaba pero no podía despertar, me faltaba la respiración y tenía la certeza de que iba a caer en coma. Al despertar el corazón me latía a mil y mis manos sudaban frío, miraba el reloj. Tomaba agua y cuando iba a quedarme dormida otra vez, despertaba sobresaltada y así pasó muchas veces, entonces no dormía en toda la noche. Eso me duró casi un año.
El año pasado fui a Tunía, Cauca, a una residencia de guion que organizó la productora Algo en común, durante quince días. Todos estábamos en una habitación grande contando historias de miedo. Era de noche y alguien daba recetas para atrapar a una bruja: regar lentejas en el piso, fríjoles, arvejas, y que cuando uno se levantara vería a la bruja recogiendo granos. Me dio miedo y empecé a alimentarlo,  quería sentir adrenalina, y la vi, era una señora de espaldas, organizando granos. El corazón se me puso a mil, se me fue la respiración. Me paré y empecé a dar vueltas y les decía “no sé qué me pasa pero tengo miedo, tengo mucho miedo”. Todos intentaban calmarme, empecé a respirar, me tranquilicé, pero a uno le queda como un mareo. Después nos acostamos y de repente me levantó el pánico, un amigo se levantó también, me preguntó qué sentía. “Siento que me voy  a morir, me quiero morir”. Fui a verme en el espejo y no me reconocí, veía un monstruo, empecé a llorar, me había enloquecido, pensé que me iban a meter a un sitio de esos y ¿qué iba a pasar con mi mamá? Es la sensación más horrible del mundo. Un amigo me calmó, me sobó la cabeza y fui haciéndome a la imagen de un ángel dorado que me cuidaba. Yo solo quería estar en mi casa.
Al otro día me graduaba como Comunicadora Social, entonces corté la residencia y mi papá fue hasta Tunía a recogerme. Nunca he tomado pastas porque todo trato de manejarlo con la respiración. La sensación fue como si el mundo se volviera el infierno, todo se puso borroso, se escuchaba durísimo mi corazón, cada segundo lo sentís como una eternidad. Es una sensación muy onírica: las luces se distorsionan, a veces no hay piso, yo no sé explicarlo, hay que sentirlo, pero no se lo deseo a nadie. Dicen que esos ataques matan un montón de neuronas, se te suben los niveles químicos, es como una epilepsia… yo empiezo a hablar de eso y… ¿qué te estaba diciendo?…es que mirá, me erizo.
Daniella se coge el cabello, mueve mucho las manos para hablar, se asoma un llanto repentino.
 
 
Es una tarde fresca de domingo. Daniella, su novio y yo vamos en carro hacia una heladería en El Peñón. Dice que siempre quiso casarse pero nunca lo vio posible, que para ella, aparte de sus logros profesionales, tener una familia es la realización final. Al llegar pedimos helados de nombres raros y nos sentamos en unas sillas color pastel que parecen sacadas de “Alicia en el país de las maravillas”. El novio la mira hipnotizado, ella lo besa de repente, le da una cucharadita de su helado y se acomoda el capul mientras sonríe. En el corazón de la niña más fea del mundo, parece resonar una cajita musical.

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